Por la mañana, Calvino se dirigía a la cocina para darle de comer al Poema.
El animal de Calvino, Gonçalo M. Tavares
Mi primera lectura de Italo Calvino ocurrió cuando tenía quizá ocho años. Cada mes mi mamá me llevaba a la Gonvill a escoger dos libros, que estrictamente me tenían que durar todo el mes. Las colecciones infantiles marcadas por edad sugerida siempre fueron buena guía para nosotras, que no teníamos gran idea de la literatura.
En alguno de esos meses escogí Un misterio en el laberinto, un libro sobre una ciudad amurallada que temía a la vegetación que crecía a su alrededor. Un rey regresa victorioso, pero ya no reconoce el bosque circundante y se pierde en él. En el castillo, la princesa, desesperada por las conspiraciones que se forman ante la inminente desaparición de su padre, escapa por la morera de su patio y se encuentra con un joven campesino, quien la enseña a nuevamente amar el bosque. Al final del libro el matrimonio de ambos es también la unión entre la ciudad y el bosque.
Muchos años después me enteré de que Italo Calvino era hijo de botánicos. Su escritura siempre me hizo pensar en que fue una persona feliz. Muy feliz. No como su coterráneo Cesare Pavese, que en algún lugar leí –no sé si opinión de él o de Natalia Ginzburg– que lidiar con Pavese era un auténtico calvario.
Creo que ese relato infantil fue una base perfecta para ya como adulta encontrar afinidad en la trilogía Nuestros antepasados. Las fábulas, descritas con facilidad y simpatía, tienen el gusto de los clásicos pero con un enfoque que en su momento no vi y que justo ahora me parece crucial: retomar la relación con la naturaleza aunque ya seamos habitantes de las ciudades, volver desde la civilización que somos entendiendo que, en gran parte de los casos, ya no podemos deshacer lo hecho.
Muchos años después me enteré de que Italo Calvino era hijo de botánicos. Su escritura siempre me hizo pensar en que fue una persona feliz. Muy feliz.
Siempre he pensado que la prosa de Calvino es poética. No solo yo, por supuesto. Y que si Italo Calvino no escribió poesía como tal, es porque sencillamente no lo necesitaba.
A los dos lados del reflejo el azul del agua es más oscuro. «¿Es ése el único dato no ilusorio, común a todos: la oscuridad?», se pregunta el señor Palomar. Pero la espada se impone igualmente al ojo de cualquiera, no hay modo de escapar. «¿Lo que tenemos en común es justamente lo que es dado a cada uno como exclusivamente suyo?»
Siempre que vuelvo al escritor italiano, vuelvo con esa calidez de la lectura de una obra que no busca impresionar a nadie, sino, quizá, sólo plantear preguntas, dejarlas ahí, irse lentamente y esconderse en algún arbusto para ver cómo nos las apañamos sus lectores.
La naturaleza de los otros seres que habitan el planeta además de los humanos, nuestra propia naturaleza y la curiosa manera que tuvimos de agruparnos para vivir en lo que nombramos una o múltiples sociedades habitantes de las ciudades y sus periferias, son temas que Calvino revisita, observa detenidamente con la curiosidad de un niño, del Adán que juega en el jardín. Hasta que el juego se mete con la estructura de la novela misma para jugar con sus engranajes.
Siempre que vuelvo al escritor italiano, vuelvo con esa calidez de la lectura de una obra que no busca impresionar a nadie, sino, quizá, sólo plantear preguntas, dejarlas ahí, irse lentamente y esconderse en algún arbusto para ver cómo nos las apañamos sus lectores.
Cuando empecé a escribir este texto y a buscar a Italo Calvino en mis otras lecturas, encontré un paralelo a Si una noche de invierno un viajero, la novela en que cada capítulo es una nueva historia que se ve interrumpida al final, y les lectores, como protagonistas mismos, van en búsqueda de la historia dentro de las historias en las páginas de la metanovela.
En la universidad mis amigues me presentaron la obra del fallecido poeta queretano Gerardo Arana. Leerlo es toparse con el asombro de alguien a quien se le presentó el futuro de alguna manera misteriosa y supo manifestarlo, misteriosamente también, en su escritura. Siempre he pensado que los muertos y los suicidas accedieron a un conocimiento, quizá del futuro, que jamás tendremos ni entenderemos quienes tememos a la muerte.
Esto no viene al caso ahorita, o tal vez sí. La cosa es que en Meth Z, el libro de Arana que publicó en 2013 el Fondo Editorial Tierra Adentro y del cual acaba de anunciar una reimpresión, hay un extraordinario relato cuyo personaje principal es Calvino, y que me hizo amar a Arana.
La novela que también siempre está comenzando es una serie de episodios sobre Pegaso Zorokin, quien inventa una fatal droga llamada Meth Z. En uno de estos episodios, titulado ‘Bildungromance’, un profesor de literatura de Hogwarts, lector entregado de Calvino, desafía las leyes del mundo de la magia para introducir al escritor a la escuela y presentarlo a sus estudiantes. “Los escritores se parecen más a los magos que nosotros los magos”, escribe el profesor en la carta que le dirige a Italo Calvino para invitarlo a la afamada escuela de hechicería.
Lo más encantador del relato, y que lo convierte en el mejor homenaje que en mi más o menos escasa vida de lectora he leído, es la naturalidad con que el escritor asiste a Hogwarts a conversar con los jóvenes magos, manteniendo la fiel promesa que hizo al profesor de no contarle a nadie que estuvo en el mundo mágico. Al final del capítulo, Pegaso Zorokin se acerca a Calvino y le entrega un cristal azul. “Es Meth Z”, dice Pegaso, dice Gerardo Arana, “una droga cargada de futuro. Con ella escribirá su último libro”.
Siempre he pensado que los muertos y los suicidas accedieron a un conocimiento, quizá del futuro, que jamás tendremos ni entenderemos quienes tememos a la muerte.