Por supuesto que estaba nerviosa. Pero intenté mantener la calma todo el tiempo que pude. 

Mi primera vez pasando por un quirófano me llevó a querer escribir sobre la enfermedad, sobre los asuntos de la salud que escapan de nuestras manos, sobre los cuidados, y, quizá,  sobre lo importante y lo difícil que es saber reconocer cuando nuestro cuerpo nos pide ayuda. 

Una bola de un tamaño considerable en uno de mis senos no me pareció en primera instancia una emergencia. Tres meses después estoy sentada con el tórax vendado y una botella gigantesca de suero junto a mí en el escritorio.  Siempre pasa que son los otros quienes nos confirman que no estamos locas y que lo que creemos sentir, existe. ¿Qué tan poco confiamos en nuestro juicio para necesitar tanto de las pruebas ajenas? 

Fue mi novio quien se dio cuenta primero. Eso, lamentablemente, dice mucho de ser mujer y haber crecido con la idea inherentemente católica de que “no se toca aquello que no se debe tocar”. Idea que ha permeado tanto y por tantas generaciones que, al menos en mi entorno inmediato, ha llevado a las mujeres a sufrir en silencio hasta que la enfermedad se vuelve imposible de esconder. 

No fue hasta dos meses después —parte negligencia mía, pero mucha parte también de la permanente saturación que existe en los servicios de ginecología en Guadalajara: con mucha suerte te dan una cita en mes y medio en un consultorio privado, en el servicio público se puede esperar hasta un año para tan solo unos estudios— que la doctora me confirmó lo que más me temía: se trataba de un fibroadenoma, un tumor benigno no canceroso. Muy común en mujeres de mi rango de edad, además. El problema de este es que era demasiado grande. Si bien no parecía maligno a simple vista, sí era necesario extirparlo para descartar que pudiera esconder algo. 

—¿Tienes seguro social? 

—No. 

Salí del consultorio anonadada. Sorprendida, pero también triste. Supongo que la pregunta de rigor que todes nos hemos hecho en una circunstancia como esta, es: ¿por qué a mí?  Me tomó una semana de sondeos, conversaciones con amigues y con la almohada para escribirle a mi doctora y pedirle que me hiciera el procedimiento. Y finalmente, la tarde del 13 de julio, cuando vi a la enfermera acercarse con la intravenosa gigantesca hacia mi mano, empecé a temblar. 

—Tienes la piel durísima, esta aguja no nos va a servir. No me gusta picar dos veces, pero vamos a tener que hacerlo de nuevo. 

Mientras tanto, otra enfermera con cara de susto (evidentemente era nueva porque era muy notorio cómo doña Agujas le explicaba todo con dos pesos de paciencia y le corregía siempre) me enrollaba las piernas hasta las rodillas con vendas. 

—¿Esas para qué son? —pregunté para distraerme de la segunda aguja que ya entraba por un costado de mi muñeca. 

—Para que no te coagule la sangre —me respondió la enfermera de cara de susto. 

Un flashback: quince días atrás, el chamaco que tomó mis muestras de sangre requeridas para la cirugía me explicaba cómo funcionaba una prueba de tiempos de coagulación. “Te voy a sacar un tubito de sangre y lo vas a estar calentando en tu mano mientras yo tomo tiempo. Esa es una”. Sacó una lancetita. “Con esto te voy a pinchar el lóbulo de la oreja y voy a tomar el tiempo con otro cronómetro para saber cuánto tiempo tarda en dejar de escurrir la sangre”.  Le dije que de haber sabido que me iba a perforar la oreja de una vez me traía un arete. Nos reímos.

Durante los siguientes quince días un morete vivió en el interior de mi codo, evidencia de dos tubos de sangre extraídos esa lluviosa mañana de domingo por manos al parecer no muy expertas, pero realmente simpáticas y cálidas. 

La intravenosa al fin penetró en mi piel y la enfermera me dejó conectada al suero, separada por una cortinita del resto de pacientes que se recuperaban de sus respectivas cirugías. La otra enfermera dejó unas hojas a mis pies: la identificación de quién era y qué estaba haciendo ahí. Al frente, los quirófanos. Se abrió la puerta de uno y vi la plancha, las lámparas gigantescas y el montón de gasas y demás telas tiradas en el suelo. Vi al personal de limpieza sacar bolsas con sangre. En Grey’s Anatomy no se veía nada de eso. Pero esta era la realidad. 

Sacaron a una persona de uno de los quirófanos y al no ver más espacios disponibles, las enfermeras tuvieron que moverme. La mujer que pusieron en mi lugar estaba dormida de una forma casi angelical, sonreía. “¿Qué estará soñando?”, pensé. 

Me pusieron junto a la puerta del quirófano donde me operarían. Llegó mi doctora y me presentó a la anestesióloga. La doctora estaba molesta. “¿Cómo es posible que el quirófano siga sucio, si hace ya más de una hora que lo desocupamos?”, dijo.

Llamó a la enfermera que me preparó y ella dijo que ya había solicitado la limpieza pero que no se habían presentado aún. La anestesióloga se puso a conversar conmigo y a explicarme el procedimiento. 

—Solo te voy a poner anestesia local porque tu intervención no es muy invasiva y es mejor. Lo más probable es que te duermas, de todas formas. Si no te llegaras a dormir, solo escucharías el ruido que hagamos, no tienes que sentir nada. 

“Dios quiera”, pensé. 

Se marcharon a supervisar la limpieza del quirófano y mientras tanto yo me puse a mirar a mi alrededor. Casi todo el personal médico eran mujeres jóvenes: enfermeras, cirujanas, encargadas de quirófano y encargadas de limpieza. El único hombre que vi no debía ser mucho mayor que yo y evidentemente no era cirujano, solo lo vi empujar camillas y acompañar a las enfermeras al monitoreo de pacientes.

Se abrió otro quirófano detrás de mí y escuché música circuit. Me acordé de cuando mi novio me contó que durante su cirugía (fractura de peroné) su doctor estuvo escuchando a Michael Jackson, a la par que él escuchaba el ruido de las herramientas de la operación. Parecía que estaban armando una silla, me contó. Llegaron por mí las enfermeras y me sentaron. Vamos a entrar de pie, me dijeron. “Claro”, pensé, “puedo caminar, no tiene caso que estas pobres chamacas me carguen para treparme a la plancha”.  

Las luces blancas enceguecedoras del quirófano me recordaron muchísimo a esas mansiones de millonarixs de las que tanto odié escribir por años. Sonaba música de Los Búnkers. “Llueve sobre la ciudad, porque te fuiste junto a mí felicidaaaaad” fue lo último que escuché antes de ver a la anestesióloga frente a mí.  Cuando desperté seguía en el quirófano. No sé si me lo dijeron pero supe que la cirugía ya estaba terminando. Alguien, mi doctora quizá o la anestesióloga o ambas, se acercó a mí y puso un teléfono junto a mi cara. 

—Mira, esto fue lo que te sacamos.

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Biopsia de mama de Yaheli Hernández. Crédito: Instagram drajazminsanchez

Con tanta luz, solo pude ver una mancha sanguinolenta y fibrosa. Parecía un jabón de masaje lleno de sangre. O un costillar de elote, de esos que están de moda como botana en los bares de la Americana. No supe más. Cuando volví a despertar, estaba de nuevo frente a los quirófanos. Mi doctora estaba junto a la camilla, mirándome. 

—Sacamos mucho tejido, entre más sacábamos, más salía. Ya solo queda esperar los resultados de patología. 

Dormí otro rato. Pasaron dos horas, ahora lo sé en perspectiva. Cuando estás acostada en una camilla atontada por la anestesia no te enteras de gran cosa y el tiempo pasa como si fuera de noche. Volvió doña Agujas y la enfermera de cara de susto y empezaron a desenrollarme las vendas y quitarme la intravenosa.

—Ahorita que terminemos te ayudamos a sentarte para ver si no estás mareada. Si no, vamos a caminar un ratito y si puedes caminar bien, ya te damos de alta.

Le dimos dos vueltas al minipasillo de los quirófanos. Comprobamos que todo bien y las dos enfermeras me llevaron de las manos hasta la entrada de los quirófanos, donde me esperaba un hombre con una silla de ruedas. Al sentarme, vi a otro hombre vestido de quirúrgico despatarrado en una silla. Estaba pálido y sudaba.  El hombre que empujaba mi silla de ruedas le preguntó: 

—¿Qué tal salió la cesárea de su esposa? 

“Ahh, la gran experiencia de ser mujer”, recordé entonces las palabras de mi amiga Mónica, unos días antes, mientras hablábamos del quiste que a ella también habían tenido que extirparle hace poco.