A tan solo cuatro horas y media de Guadalajara se encuentra Puerto Vallarta. A tan solo una hora de Puerto Vallarta se encuentra Boca de Tomatlán. A tan solo media hora de Boca de Tomatlán, en lancha, se encuentra Yelapa. Al menos esa es la ruta que elegí. Otra opción era subir a una lancha desde Puerto Vallarta y llegar directo a Yelapa. Era un día lluvioso.

La carretera que te lleva a Boca de Tomatlán es una serpiente. Por toda su ruta recoge muchos gringos, como pude ver en el camino de regreso. Muchas personas se fueron bajando en el camino. Empezó a llover a mitad de camino. El camión se iba vaciando. Esa ruta tiene algo de mágica. Mientras el camión serpenteaba, yo veía el océano por la ventana y la tormenta se hacía más fuerte. Al final quedamos pocas personas: yo, Itzel y una pareja de hombres.
Bajé a la entrada de Boca de Tomatlán. Sentir la lluvia de playa es diferente a la ciudad. En la ciudad la lluvia ensucia y hiere. En la playa, la lluvia es agradable con el usuario. Está caliente. Como el nivel de la carretera está a otro nivel del pueblo, tienes que bajar por una larga escalera para llegar a la playa. Ya desde ahí inicia el paraíso. Boca de Tomatlán es una previsualización de lo que vería más adelante en Yelapa: agua transparente y tranquila, exuberante vegetación de fondo, arena limpia y aire fresco. La chica que hizo el cobro en una de las lanchas que te llevan a Yelapa, toda una personaje. Tenía el control de la situación. Se paseaba sobre los bordes de la lancha con equilibrio y dominio. No tendría más de veinticinco años. Hablaba con autoridad y le pegaba a la lancha para reafirmar su determinación.
—Ya nos vamos— le dice al lanchero.
Subí a la lancha con dificultad, ya que la lluvia la hacía moverse. Si un día no te has subido a una lancha, has hecho bien. Es una sensación extraña, como un objeto desplazándose por plastilina que de un momento a otro lo levanta y que, al caer, choca contra algo sólido.
Brincábamos con el movimiento y la lluvia hacía que el viento se sintiera más fuerte sobre mi cuerpo. Como latigazos blandos. Y mientras brincaba en esa simulación extraña, donde la lancha se movía sobre plastilina volátil, la lluvia hacía imposible que pudiera abrir los ojos. Así que cerré los ojos y es ahí donde confirmé que estoy en un simulador y no en la playa. Si hiciéramos caso a las leyes cuánticas, puede que no esté errado.

Después de media hora, llegué. Hay dos lugares para bajar: en la playa o en el muelle del pueblo. En una parte de la playa, tan solo unos pocos metros de arena la separan de una pequeña laguna que se extiende al infinito. Si te pones muy observador y te abstraes por ese paisaje, puede que te transportes a alguna escena donde un barco se adentra a territorios selváticos. Por un momento me sentí en Fitzcarraldo. (Dos semanas después de ese viaje, vería La memoria de las mariposas y me transportaría a ese lugar).
—Ya no hay cocodrilos, nos los comimos todos— nos dice un yelapense.
Como es costumbre, olvidé el nombre del Airbnb y no había buen internet público, ni había señal casi. Así que no podía usar mis datos; es más, ni tenía. Un señor intentó ayudarnos.
No me creyó que no recordaba el nombre del lugar, que solo tenía la dirección.
—Aquí eso no sirve. Nomás hay una calle. Esos números sepa pa’ que los pusieron.
—Es que no tengo el nombre del lugar.
—No pues ta’ cabrón.
El señor se sentía muy frustrado, como si él fuera el que llevara viajando la mitad del día. Encontré en la conversación con la host, la palabra bambú. Con eso es más que suficiente para él. Nos da las indicaciones, las cuales consisten en seguir la única calle. No lo hubiera imaginado. La cuestión en realidad radicaba en la dirección. Era hacía la izquierda. Agradecí al señor, quien ese día conoció la piedad y yo la indulgencia.

El pueblo es bonito. La arquitectura es parecida a la de cualquier pueblito bien cuidado de México, con la diferencia que puedes ver el mar desde cualquier lado y la vegetación selvática te rodea. Aparecen cangrejos todo el tiempo. De todos los tamaños. Y el ruido de las cuatrimotos contrasta con los sonidos de insectos y pájaros y el rumor del oleaje. Eso sí, hay muchas cuatrimotos y unas cuantas motocicletas que te harán hacerte a un lado para dejarlas pasar porque, como expliqué, solo hay una calle. En Yelapa te despiertan las cuatrimotos. Nos acomodamos en el departamento, rodeado de naturaleza. Si los insectos no son lo tuyo, puede que Yelapa no sea de tu agrado. En todos lados aparecen. Como para mí los insectos son como mini robots de la naturaleza, me sorprendía verlos de cerca. Una mantis religiosa en la cama. Un alacrán debajo de la cocina. Cada que abría el agua del lavabo, se morían decenas de insectos que se quedaban a descansar cerca del desagüe. La regadera y el excusado estaban al aire libre en una terraza. Cuando hacía del baño sentía la libertad plena.
Le pedimos recomendaciones a nuestra anfitriona Ary sobre dónde surtirnos de despensa. En Yelapa comer es caro; una de las desventajas de recibir tanto turismo gringo. Pero Ary recomendó una tienda que se asemejaba a una tienda citadina, en cuanto a precios. El clima era volátil. De repente llovía, caía una tormenta y luego salía el sol. Fue hasta la mañana siguiente que conocí la playa de Yelapa. Primera vez que me sentía en una playa como las que ves en redes sociales: parecía que en vez de agua salada, el mar tuviera agua dulce; la arena estaba limpia y a lo lejos la vegetación; muchas lanchas permanecían en reposo sobre el mar, a unos metros de la orilla. El mar era su estacionamiento.
Lo que más me sorprendió fue el hecho de pensar que todo lo que veía fue traído en lancha. Con la comida y pequeños objetos lo veía claro, pero cuando se trataba de camas, roperos, mesas, ataudes, ¿cómo le hacían? ¿si se descomponía el internet, tienes que esperar a que el técnico llegue en lancha? Sin embargo mis preocupaciones se disiparon pronto cuando me metí al agua y empecé a nadar en su agua baja y tranquila. Por la arena se veía, de vez en cuando, materia gelatinosa: eran aguamalas muertas. Un mesero de los restaurantes de la orilla explicaba a unos turistas que se podían meter al mar sin problema, que la temporada de lluvia hacía morir a las aguamalas; a mí, un lanchero me explicó que el mes pasado no se podía meter al mar por la cantidad de aguamalas que había, que llegamos a la temporada ideal. Algún problema debía de tener el paraíso, pensé.

De la playa quise ir a la cascada al final del pueblo. En internet ves una cascada plena, pero en la vida real fue una decepción, ya que como apenas iniciaban las épocas de lluvias, casi no tenía agua. Me recomendaron ir a otra cascada, pero a una hora caminando entre la vegetación. No fui porque no había tiempo. Como buen destino turístico jalisciense, hubo muchas referencias a consumir marihuana. Tres veces me ofrecieron o insinuaron que podían conseguir, pero no eran dealers ni mucho menos. Simples yelapenses que les gustaba relajarse fumando, pues no hubo mención a otra droga. A diferencia de otros puntos turísticos, yo no sentí que en Yelapa se percibiera la sombra del narcotráfico como en otros puntos de Puerto Vallarta o la costa nayarita.
En cambio, sí la sentí muy gentrificada, los precios para los locales como yo eran altos. La comida estaba muy buena, pero muy cara. Tampoco vi indicios de desarrollos inmobiliarios, los cuales abundan por esa zona. No quiero volver unos años después y ver cómo este fenómeno echa a perder un gran destino turístico, como me pasó en Mazamitla o Sayulita. Los desarrolladores suelen explotar la belleza de los lugares y contratan a los licenciados en letras como yo para hacer publicidad de que es el mejor destino para invertir, lo que no decimos es que en unos años el entorno será destruido, se acabará el silencio y lo exclusivo se volverá común. Es la estafa perfecta.
Espero que no ocurra en Yelapa. Basta con que un imbécil confunda visión con lucro como todos los empresarios que se dedican a los bienes inmobiliarios turísticos. Bien lo muestra Atlanta en ese capítulo perfecto de la comida nigeriana que todo lo que toca un empresario lo contamina y luego quiere convencer a los demás que su estupidez es una genialidad. Y como su mente es tan estrecha, creen que su astucia en generar ganancias es sinónimo de éxito e inteligencia. Está bien que lo crean, pero el problema es que intentan convencernos a los demás. Ya me estoy desviando. Todo esto anterior lo escribo porque recordé los yates que vi anclados en los alrededores de Yelapa y uno que otro letrero de “En venta” en partes de la costa camino a Yelapa.
El atardecer, como casi todos los atardeceres en la playa, fue increíble. Ver a las lanchas recortadas sobre un fondo rojizo, flotando sobre agua incendiada, me recordó a las pinturas de Turner. Las noches en Yelapa son silenciosas, solo un concierto de insectos se escucha combinado con las olas golpeando el mar. Por la mañana, inicia de nuevo el sonido de las cuatrimotos y todo se repite de nuevo. Solo confío en que el espíritu colectivo que hasta ahora ha predominado, siga manteniendo a Yelapa viva, bella y mágica.
Datos de Yelapa
Yelapa es una pequeña y pintoresca comunidad costera ubicada al sur de Puerto Vallarta, en el estado de Jalisco, México. Se sitúa en una ensenada de la Bahía de Banderas y solo se puede acceder por lancha desde Boca de Tomatlán o Puerto Vallarta, lo que le ha permitido conservar un ambiente tranquilo y alejado del turismo masivo. Fundada formalmente en el siglo XIX, Yelapa cuenta con alrededor de mil quinientos habitantes, dedicados principalmente a la pesca, el turismo y la producción artesanal. Su clima es cálido subhúmedo, con temperaturas que oscilan entre los 22 °C y 32 °C a lo largo del año, y una temporada de lluvias que va de junio a octubre
