Siempre me han fascinado los inicios de las películas o series. Es como abrir los ojos; para el espectador, me refiero. Me fascina, sobre todo, cuando los directores de cine deciden dónde iniciar su drama. Por ejemplo, se ve una persona levantarse o lavándose los dientes, sin sospechar que por un acontecimiento en diez minutos iniciaría probablemente la aventura más siniestra o maravillosa de su vida.
Hay quienes deciden iniciarla in medias res, cuando el personaje está saltando de una montaña y hace una regresión de su vida, voz en off, claro. Trucos del oficio de narrador. Algo de eso habló un pensador romano. Pues todo esto viene a cuento porque Sparta es de esas películas que parece que no tiene inicio.
Ulrich Seidl, el director de Sparta, parece que toma cualquier parte intrascendente de un día cualquiera del personaje y dice “aquí inicia mi película”. Una visión desnuda en donde los espectadores se dan cuenta que más que ver una película, están espiando una vida que oscurece lentamente. Y así sucede plano tras plano.
El personaje, que es un hombre adulto de cuarenta años, muy reservado y que casi no habla, se le ve paseando y haciendo su vida en Rumania. Llega un momento donde te preguntas si ya inició la película y dudas si la película va a tratar de lo que dice la sinopsis. Si uno ha visto alguno de los largometrajes anteriores de Ulrich, sabes que estás ante un panorama oscuro.
En su “famosa” trilogía Paraíso (y digo famosa entre comillas porque quién sabe quién las conozca, pero tuve la fortuna de verlas y por las cuales el director empezó a tomar renombre), ya se veía su interés por exponer vidas resquebrajadas, llevadas por un mundo interior perturbado y a las que no podemos acceder, ni siquiera la gente a su alrededor, porque es un espacio muy íntimo. Sus personajes están, por así decirlo, aislados.
En Sparta no es la excepción, pero se rompe esa intimidad tan lentamente, de una manera tan sutil, que solo vemos pasar las escenas una tras otra hasta que ese mundo interior surge, como observar segundo tras segundo el crecimiento de una planta hasta que de repente ves que ya hay un tallo y una hoja y puede que flores. Pero aquí no hay flores, ni mucho menos. De repente la historia va teniendo sentido y el conflicto va surgiendo sin detenernos a pensar nada porque todo va tan rápido y o piensas o ves la maldita película. Es brutal. Yo la recomiendo, pero sé que puede llegar a ser incómoda (incluso hay una polémica sobre la forma en que trataron a los niños que actuaron en la película). Y no se hace de una manera crítica o condescendiente, es decir, no trata de convencernos que lo que pasa está bien o mal.
Solo vemos pasar las escenas una tras otra hasta que ese mundo interior surge, como observar segundo tras segundo el crecimiento de una planta hasta que de repente ves que ya hay un tallo y una hoja y puede que flores. Pero aquí no hay flores, ni mucho menos.
No creo que Ulrich quiso darnos una lección o una explicación. En este tipo de cine no hay moral, no hay mensaje, como ya lo he dicho en anteriores críticas. Solo lo que retrata es el ejemplo de una de las millones de vidas complejas, traumadas, tristes, de seres con conflictos psicológicos complejos en su mente que causan el mismo daño a su alrededor que lo que sufren en sí mismos y que nos ha sido permitido inspeccionar, juzgar, indignarnos o compadecernos de todos los personajes de esa historia en una hora cuarenta minutos. Somos unos intrusos porque Ulrich así lo ha decidido.