Escribo este artículo por la misma razón por la que Flaubert escribió Madame Bovary: para desintoxicarme de un mal de época. El mal que aquejaba a la generación de Flaubert era la desbordante melancolía de los románticos; el mal que aqueja a la mía es lo que me empeño en llamar “la irremediable sensibilidad de lo cursi”.

Ya decía Susan Sontag que hay palabras de las que no se puede escribir sin traicionarlas. Pienso que este es el caso de lo cursi. Basta con observar la pluralidad de sus etimologías para darse cuenta de su naturaleza esquiva: del inglés coarse o “tosco”; de la letra “cursiva” o letra relacionada con la burguesía comerciante, del árabe kursi o “silla”, luego “cátedra”, “catedrático” y, finalmente, “pedante”, etcétera. 

Sin embargo, también considero que toda traición implica siempre una entrega del yo, pues solo podemos traicionar lo que sentimos nuestro. Dicho de otro modo: escribir sobre lo cursi es, en última instancia, escribir sobre mí mismo. Y es por esta misma razón (y en esto estaría de acuerdo Susan Sontag) que puedo escribir sobre ello.

Pintura de dos mujeres sentadas en el campo
"La chica ciega", J. E. Millais (1856).

Hace poco más de un año me enamoré de una mujer con la que no tenía nada en común.  La llevé a la playa para ver una puesta de sol, le mandé flores a su trabajo en San Valentín, vi una telenovela para darle gusto. Quizás haya sido la urgencia obsesiva por vivir la narrativa amorosa al pie de la letra o el gusto perverso de coquetear solo por un instante con lo imposible. 

Al final, la realidad se impuso y me terminaron justo después de un concierto. El sueño había terminado. Nada había cambiado, volví al mundo justo donde lo había dejado. Solo me había quedado una extraña sensación de haber sido otro… me había sorprendido a mí mismo siendo cursi.

Y entonces me surgió la duda, ¿qué es ese “ser o no ser” contemporáneo al que llamamos lo cursi? Pues cursis son las puestas de sol en la playa, las declaraciones de amor eterno y las telenovelas; pero también los árboles recortados en formas geométricas, los discursos políticos en campaña y las enciclopedias en los libreros de las casas.

Existe una última etimología que, aunque no es la más exacta, sí es la más ilustrativa. Se cuenta que, a mediados del siglo XIX, se estableció en Cádiz una familia francesa de apellido Tessi-Court, que en su forma metaplasmática derivó en “Sicur”.

Parece que las hijas del matrimonio las hermanas “Sicur”se obstinaron en llevar la moda cosmopolita de París a las modestas calles de Cádiz, incluso cuando el betún de sus vestidos había perdido el brillo. Y de aquel infeliz desencuentro surgió la voz jocosa cursi. Quizás ahora comprendamos mejor cuando Gómez de la Serna define lo cursi como “aquello que, con apariencia de elegancia o delicadeza, es pretencioso o de mal gusto”.

De la anterior definición, podemos rescatar tres características fundamentales de lo cursi. En primer lugar, lo cursi se refiere a una sensibilidad estética en principio positiva (elegancia o delicadeza). En segundo lugar, lo cursi se experimenta como algo “engañoso” (con apariencia de); esto es, que la forma no termina de corresponderse con el contenido. Por último, el “engaño” de lo cursi es siempre fallido (es pretencioso o de mal gusto), puesto que la inadecuación entre forma y contenido es advertida por un ojo crítico. Así, lo cursi es hacer ostentación de todo lo bueno y bello ahí donde no puede pasar por verdadero.

Este brevísimo análisis deja abierta una cuestión: ¿ha existido siempre lo cursi o es una categoría exclusivamente moderna? Pues alguien podría argumentar que la teoría platónica de las ideas, los baños romanos y las utopías del Renacimiento son tan cursis como una telenovela mexicana…. y tendría razón. No obstante, pienso que la clave está en diferenciar entre una categoría “universal” y eso a lo que Hegel llamaba un espíritu de época.

Lo clásico va más allá de ser una simple categoría estética; lo clásico es una forma de entender el mundo, un espíritu de época. Los antiguos griegos concebían al mundo como un cosmos; en otras palabras, un todo ordenado, finito e inmutable. Aún más, la idea de cosmos implicaba las ideas de bondad —pues el orden es bueno porque conviene— y de belleza —pues el orden es bello porque agrada—. De aquí que la maldad y la fealdad se explicaran como desviaciones de la verdad. En resumen, existía una correspondencia perfecta entre ontología, ética y estética.

Foto antigua mujer con meriñaque en medio y alrededor mujeres
Vestidos con miriñaque, como los de la hermanas "Sicur".

Por otro lado, lo barroco comprende un quiebre no tanto con la estética clásica como quería ver Wölfflin, sino con el espíritu clásico. Las crisis social (Guerra de los treinta años), espiritual (la Reforma) y cosmológica (Revolución científica) pusieron a temblar al siglo XVI. El universo se partió en dos y de sus entrañas surgió un nuevo mundo: un mundo caótico, infinito y siempre cambiante. 

De pronto, la correspondencia entre verdad, bondad y belleza dejó de mostrarse tan clara y comenzó a entenderse que no toda verdad es bella; ni toda belleza, verdadera. El mal había entrado a la Tierra como una parte constitutiva de su naturaleza.

¿Y dónde queda en todo esto lo cursi? En que el espíritu de lo cursi consiste precisamente en querer calzar una visión clásica (perfecta y limitada) a un mundo barroco (confuso e infinito) y fallar en el intento. El espíritu de lo cursi ya no puede confiar en que la verdad respalde su anhelo de belleza y por ello tiene que crearse una nueva realidad, artificial e ilusoria; pero, al final, una realidad propia. Es entonces cuando la idea del cosmos o “el orden (pasivo) del mundo” se intercambia por la idea de cosmética o “el ordenamiento (activo) del mundo”. Así, la estética de lo cursi parte, en última instancia, del principio wildeano de que el mundo no es suficientemente bello y, por lo tanto, hay que embellecerlo.

Cursi
"Virgen y Niño en una guirnalda de flores", Peter Paul Rubens.

Cabe decir que ahí donde la crisis amenaza, lo cursi abunda. Y es que el sentido de crisis como el de lo cursi surge efectivamente de la tensión entre dos mundos: el del ser y el del deber ser. Quizás sea esta la razón por la cual, a partir de la ruptura barroca, las estéticas de lo cursi han proliferado: la caída del Ancien Regime y el rococó, el declive del Iluminismo y el art pompier, la corrupción del sueño industrial y el esteticismo inglés. No obstante, estas eran las crisis de una clase alta que se sentía alcanzar por el movimiento de la historia; por lo mismo, la cursilería era algo propio de aristócratas y burgueses. Hoy, el sentimiento de crisis se ha democratizado, así también la sensibilidad de lo cursi.

Hay que reconocerlo: lo cursi es una estética muy seductora. Quién no querría rodearse de una atmósfera de belleza que, aunque artificial, nos endulce por un instante el amargor de la vida. Quién no querría creer que el amor es ese lugar donde terminan las películas románticas o que el mundo es la antesala de un hotel de cinco estrellas. Lo cursi es una eterna promesa que se vive en el ahora y por eso cautiva. En la actualidad, lo cursi ha dejado de ser un lujo para convertirse en un derecho: el derecho a tener una utopía privada.

 

En que el espíritu de lo cursi consiste precisamente en querer calzar una visión clásica (perfecta y limitada) a un mundo barroco (confuso e infinito) y fallar en el intento.

El problema es que la utopía de lo cursi es estática. No es una utopía que vaya de lo imaginario a lo material, que modifique nuestra situación, que mueva la historia. Al contrario, es una utopía que va de lo material a lo imaginario, del objeto al deseo; y la única manera de mantenerla viva es seguir consumiendo. Películas románticas, ropa de temporada, canciones de amor, fotos en la playa, celular nuevo, cirugía plástica, comida gourmet… Y si dejamos de consumirlo, la utopía desaparece.

Al final, pienso que no hay escape de lo cursi pues lo cursi es como el inconsciente; cuando nos damos cuenta, ya es muy tarde, ya ha sucedido ni tiene por qué haberlo. Nos guste o no, lo cursi es parte de nosotros. Y la mejor manera que conozco de reconciliarse con uno mismo es escribiendo. Quizás al final de este artículo al menos pueda decir con Kant: “Nadie me puede obligar a ser cursi a su modo”.

 

Cabe decir que ahí donde la crisis amenaza, lo cursi abunda. Y es que el sentido de crisis como el de lo cursi surge efectivamente de la tensión entre dos mundos: el del ser y el del deber ser.