Despertamos y no quedaba nadie. Solo nosotros y el tufo a soledad. Ese que queda de la mezcla de miados, de vómitos, de humores, de saliva en las boquillas de las botellas vacías de cerveza. Despertamos y no quedaba nadie. Solo nosotros, el tufo a miados, el sol de mediodía y el monte que todo lo mira y todo lo calla.
Despertamos y no quedaba nadie. Se lo llevaron todo. Se llevaron la tarima, la música, las botellas de aguardiente, los cuetes de vara, las muchachas que bailaban y los tamales.
Se llevaron la risa de Anselmo, que cayó en cuenta de que se llevaron las gallinas que tenía en el solar. Se llevaron el espíritu de don Nazario, que ahora entiende por qué le pidieron la llave de la alcaldía. Se llevaron también los gritos de Telma, que no encuentra a su hijo Antonio por ningún lado.
Despertamos y no quedaba nadie. Se llevaron hasta los recuerdos de la noche anterior. Se llevaron las botellas de aguardiente que nos dieron a cambio de nuestros dedos manchados de tinta en un papel.
Se llevaron el agua. Y los cerdos. Y cuando vimos que no nos dejaron ni a los pollos ni a algunos de nuestros hijos que no quisieron venir a bailar, recordamos que llegaron casi a medianoche y que traían la alegría y que nos invitaron a celebrar. Que nos arrancaron de nuestras casas para venir a bailar.
No nos dio tiempo ni de preguntar y ellos no dijeron nada más. El gane de alguien, decían unos. La muerte de algo, decían otros. Que era un triunfo, repetían todos.
Estábamos muy ebrios para preguntar. Y, ahora, seguimos todavía muy ebrios para recordar. Para recordar qué celebrábamos, por qué bailábamos y de dónde dijeron que venían. Despertamos y ya no queda nadie. Ni las luces, ni los cuetes, ni los aplausos ni nuestros hijos.
No nos dio tiempo ni de preguntar y ellos no dijeron nada más. El gane de alguien, decían unos. La muerte de algo, decían otros. Que era un triunfo, repetían todos.